03 agosto 2004

El sabio que tomó el poder

Un día, hace muchos años, el Mono advirtió que entre todos los animales era él quien contaba con la descendencia más inteligente, o sea el hombre.

Animado por esta revelación empezó a estudiar un gran lote de libros arrumbados desde antiguo en su casa y, a medida que aprendía, a conducirse como ser importante frente a las situaciones más comunes.

Fue tal su empeño que en poco tiempo hizo enormes progresos, aconsejado por la Zorra en política y en saber por el Búho y la Serpiente.

De esta manera, ante el asombro de los inocentes, pronto inició su ascenso a la cumbre, hasta que llegó el día en que amigos y enemigos lo saludaron secretario del León.

Sin embargo, durante un insomnio (en los que había caído desde que sabía que sabía tanto), el Mono hizo aún otro descubrimiento sensacional: la injusticia de que el León, que contaba únicamente con su fuerza y el miedo de los demás, fuera su jefe; y él, que si quisiera, según leyó no recordaba dónde, con un poco de tesón podía escribir otra vez los sonetos de Shakespeare, un mero subalterno.

A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descencia y, por supuesto, en sabiduría.

El León, que intrigado por el vuelo de una mosca en ningún momento había bajado la vista del techo, estuvo conforme con todo, en ese mismo instante le cambió la corona por la pluma y, asomándose al balcón, anunció el cambio a la ciudad y al mundo.

De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, sentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas peores.

Por último el Mono, casi de rodillas, rogó al León volver al anterior estado de cosas, a lo que el León, aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien, que volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la pluma y el León la corona.

Augusto Monterroso

01 agosto 2004

Hombre fumando

Iba pasando frente a La Bombonera
camino a la Plaza de Armas
contento y feliz a ver una película
cubana, al aire libre, con los panas

y las chicas sanjuaneras de aquí pá ya
cuando vi un hombre desnudo
fumándose un cigarrillo
frente al lugar favorito
de tomarse un café,

una mallorca con mantequilla
pues este señor no era la única persona
que se fumaba un cigarrillo
frente a La Bombonera

la gente pasaba y entraba y salía
muchos con su cigarrillo al bembe
pero éste
era el único fumador desnudo

era como ver un caballo
sentado frente a un televisor
yo tenía prisa de llegar a la plaza
pero estaba tan atónito,
indignado y en shock, que di la vuelta,
crucé la calle
y me dirigí directamente a él

le manifesté mi indignación
y mi posición ideológica
le dije que veía la desnudez
del cuerpo humano como algo sagrado

le dije: si quieres profanar el
cuerpo fumándote un cigarrillo
ten la decencia de fumar vestido
que para eso es la ropa, para disimular

le dije: fuma como todo el mundo
con pudor y discreción,
en mahones, o ponte un poncho

el hombre se quedó pensando un rato
se quitó el cigarrillo de la boca
y lo tiró a la calle, y así no más,
una metamorfosis

parecía otro y comenzó a temblar
a reírse, chillando como un potro salvaje,
corriendo por la calle San Francisco
todo cuello y rodillas

sus genitales como campanas
proclamando el principio del tiempo
y mientras pasaba y cruzaba
y recruzaba la calle

las mujeres fumadoras,
de dos en dos, de tres en tres
empezaron a echar sus cigarrillos a la calle
y mientras lo hacían sus ropas
se les fueron desprendiendo del cuerpo

todas como saliendo para entrar en si mismas,
como recién nacidas,
orgullosas y atractivas

al final sólo quedaron los hombres
como extraterrestres
fuma que te fuma
mirando imberbes y envidiosos
al hombre desnudo y sin cigarrillo
rodeado de sus nuevas admiradoras
que lo abanicaban con sus cuerpos

yeguas fuertes y huesudas
sin importarles ya las apariencias
o lo que puedan o no puedan tener
puesto o impuesto.

Paul Durcan
Musicalizado por Roy Brown